Sobre la Cultura del Odio
¿Cómo combatir a un movimiento que irresistiblemente se difunde como una historia?
Editor’s Note:
Yesterday we published the English version of a speech Talia is delivering in Barcelona this week. Today, for our Spanish readers, we hope you’ll enjoy the translation, by Íñigo García Ureta. Gracias.
— David
Bon dia.
Estar hoy aquí, en Barcelona, hablando de mi libro y de mi obra es un sueño hecho realidad. Y un auténtico honor. Como es natural, en el proceso de traducción se pierden algunas cosas y se ganan otras. En La biblioteca de Babel, Jorge Luis Borges aludía a «las interpolaciones de cada libro en todos los libros», a la forma en que las lenguas revelan y ocultan a partes iguales, a cómo una traducción puede ser a veces superior a su original. En este sentido, he tenido la enorme suerte de trabajar con una editorial como Capitán Swing y con el traductor de mi libro, Íñigo García Ureta, para darle una vida totalmente nueva, en un idioma más musical que el mío, menos lastrado por las raíces germánicas y la maníaca usurpación de cada pieza de vocabulario que se le pone a tiro. Ver este libro en el que tanto he trabajado volcado a una nueva lengua: verlo leído en voz alta en una lengua que yo misma no domino me parece un milagro silencioso, un milagro de papel y tinta. El milagro de que mi rabia y mi anhelo por lograr un mundo mejor hayan conseguido llegar a esta apartada orilla.
Me ha costado mucho escribir este discurso. En cierto modo, me asombra esta situación, me sobrecoge que a mí, una humilde muchachita judía de Nueva Jersey con un pésimo corte de pelo, se me invite a dar un discurso en la hermosa, vieja y glamurosa Barcelona, pero ahora me doy cuenta de que lo que me ha traído hasta aquí es la aspereza del tiempo en que vivimos y no lo majestuoso de mi personaje. Escribí un libro sobre cómo es el fascismo—ese sentimiento excluyente y genocida—en el siglo xxi, y aunque por supuesto hay muchas diferencias en las formas en que dicho fascismo se manifiesta en mi país y aquí en el estado español, también existen múltiples similitudes. Hay realidades fundamentales que persisten y permiten que el fascismo se reproduzca, ya sea bajo la bandera de Vox o del partido Republicano. Los mismos prejuicios alientan tanto a los últimos franquistas como a los asesinos con esvásticas que acechan en mezquitas, en iglesias negras y en las sinagogas de todos los continentes, y es de esos prejuicios de los que puedo hablar, tras haberme ganado el derecho a hacerlo en un recorrido extenso, duro y complicado por las cloacas del odio.
Abrí ese libro con una cita de una antifascista española: Dolores Ibárruri, La Pasionaria, esa humilde hija de mineros que se levantó alzando el puño para luchar contra la amenaza que veía a su alrededor. Hoy su grito, ese «¡No Pasarán!», también es pronunciado con reverencia y furia por los antifascistas de mi país, dispuestos a interponer sus cuerpos en el camino del fascismo, a sacrificar sus miembros, o incluso su libertad, para salvar lo que pueda ser salvado de su avance.
El segundo epígrafe de mi libro es otra cita, también sobre España, donde la famosa anarquista y feminista Emma Goldman define a las fuerzas que acudieron para luchar en la Guerra Civil. Dice así: «Eran uno solo en su dolor y en su determinación por continuar la lucha contra el fascismo...». Aquí, en Barcelona, plaza que sirvió de primera línea y campo de reclutamiento de aquella guerra, pienso también en el Homenaje a Cataluña de George Orwell, y en su relato de la ardorosa condena de aquella lucha, y en la forma en que escribió: «Solía pensar en un cartel de reclutamiento que vi en Barcelona y que interpelaba así a los transeúntes: “¿Qué has hecho tú por la democracia?” y sentía que sólo podía responder: “He recibido mis víveres.” Cuando me alisté en la milicia me había prometido matar a un fascista».
Hoy me dirijo a vosotros en una época diferente. Una era igual de cruenta, pero menos caballerosa, donde gran parte del trabajo que antes hacían las balas queda ahora a merced de las mentiras que se propagan al instante y de las leyes que castigan a los que discrepan. Una era en que la amenaza violenta se cierne sobre todos nosotros, asentada como está en el núcleo mismo de ese fascismo alimentado tiernamente por un movimiento que ama la violencia como a una madre, como a un padre, como a un hijo… Como a ese ponzoñoso hijo único de un movimiento que me quiere muerta por haber nacido del modo en que nací, que de hecho desearía ver muerta a toda su oposición, que desearía ver colgado en la plaza del pueblo a cualquiera que luzca otro color de piel o ame de un modo distinto. Ésa es su fantasía más querida. He pasado mucho tiempo empapándome de la violencia de su retórica, lo suficiente como para saber sin lugar a dudas que ése es su objetivo. En mi país, he visto cómo esa violencia se filtra como un ácido, que cada vez más afecta a los centros del poder, para ir destruyendo los derechos de las personas trans, de las mujeres, de los homosexuales. Un lecho de Procusto que nos embute a todos en idénticos moldes de género, de religión, de raza, para desechar despedazados a quienes no quepan en dichos moldes. Es una tendencia despiadada que se extiende por todo el mundo, y nadie puede sentirse del todo seguro a este u otro lado del ancho y frío mar.
Cuando hablé por primera vez con los periodistas tras la traducción del libro, muchos me hicieron variaciones de la misma pregunta. Eran consultas sobre mi país. Sobre el origen del odio. Como si se tratara de un misterio, totalmente desconocido en la vida española; una curiosidad americana, como los perritos calientes o las masacres con fusiles automáticos en centros comerciales.
No soy buena persona. A decir verdad, soy una judía maleducada, y por eso respondí:
—Me habla usted desde un país que echó a mi gente hace mucho tiempo, bajo amenaza de muerte, o los obligó a convertirse a su religión. Que expulsó a los musulmanes de sus costas y convirtió sus mezquitas en atracciones turísticas. Incluso el delicioso jamón jabugo que he degustado con placer en los últimos años tiene su propia historia oscura: en los siglos posteriores a la Inquisición, colgar un jamón en la ventana era señal de que no eras judío ni musulmán, sino un fiel cristiano, y por tanto de que te librarías de toda persecución.
Y todo esto sólo en Iberia, porque, ¿cuánta muerte, cuánto sufrimiento, cuánto horror se exportó desde esta tierra a mi continente, bajo la bandera de la codicia y con la bendición de un cruel Cristo conquistador? Entonces, ¿quién es usted para preguntarme de dónde proviene tanto odio? ¿Acaso no viene también de aquí? Sí, nosotros, los estadounidenses, asumimos el odio, lo transmitimos por las ondas, permitimos que manche nuestras leyes, abrazamos ese sentimiento genocida con toda la extravagancia y la crudeza que nos han hecho famosos. Pero ese mismo odio está en todas partes. De hecho, también está aquí—si no en esta sala, sí muy cerca de aquí—, presente como una sombra que avanza a su lado y distorsiona sus pasos.
¿De dónde proviene todo este odio? ¿Cómo infecta a esta orilla y la otra, cómo viaja por tierra, mar y aire, inspirando masacres, dando lugar a tormentos, suscitando ataques y burlas?
Al hablar de este libro, una de las cosas que tuve que explicar una y otra vez era que necesitábamos acabar con un lugar común: para mi investigación, había pasado un año buceando en las turbias piscinas de los chats fascistas, escuchando lo que afirmaban los soldados rasos del odio. Y aprendí que los pobres, los ignorantes y los incultos no son los únicos en caer seducidos por los cantos de sirena del odio. A menudo mi público tenía una imagen en mente: un hombre pobre, desdentado, viviendo con su madre, en el sótano, odiando al mundo porque dicho mundo no le había dado nada de nada. Pero la realidad es otra muy distinta: hay hombres prósperos, con esposas, trabajos lucrativos y grandes vidas complejas que participan gustosamente en la difusión de la maquinaria del genocidio. Hay mujeres que lo venden como un estilo de vida glamuroso, hay hombres de negocios que financian a los grupos de odio a través de empresas tapadera y que alimentan a las criaturas del odio con las ganancias de sus concesionarios de coches o de sus latifundios o de sus fortunas comerciales. No hay barrio ni escuela de lujo, ni comodidad física capaz de mantenerlo a raya. Más aún, no hay garantía alguna de que el odio no se haya infiltrado ya entre tus familiares y amigos. Porque el odio es como cualquier otro asunto humano. Se basa en las emociones y en las historias, y éstas no conocen fronteras.
Cuando afirmo que el odio se fundamenta en historias y emociones quiero decir que los movimientos organizados del odio—el neonazismo, el ultranacionalismo, el fascismo, las milicias armadas, las conspiraciones de extrema derecha y todas las demás repugnantes manifestaciones del odio—saben cómo llegar a sus reclutas, con una cáustica mezcla de historia manipulada y distorsionada y cierta astucia animal. Las dos llaves de las puertas del fascismo están forjadas con el metal de la naturaleza humana: nuestras emociones y nuestro deseo de que las historias den forma a nuestras vidas.
Porque, ¿qué es lo que atrae a la gente del fascismo?
Son cosas que todos sentimos, elementos universales de la experiencia humana. La soledad. El deseo de tener un propósito. El deseo de sentirnos fuertes. El anhelo de pertenecer a algo mayor que nosotros mismos. De servir a una causa justa. De ver el mundo con más claridad, de pasar del caos a un lugar donde el bien y el mal están claros, y la misión de expulsar al mal está aún más clara. ¿Quién de nosotros no se ha quedado despierto por la noche sintiéndose solo y sin rumbo, preguntándose qué dirección debía tomar? ¿Quién de nosotros no ha sentido, presa de la confusión, el deseo de servir a una causa honorable?
Éstas son las respuestas que los fascistas se sienten inclinados a dar. Son las justificaciones que resuenan en sus manifiestos, en las charlas que imparten, en la interminable cacofonía de falsas certezas que suministran a sus reclutas y de las que echan mano para enardecer la militancia de sus soldados. Nos dirán que nuestro mundo está degenerado y roto, que es gobernado por una cábala de corruptos y malvados. Nos dirán que la homosexualidad, la transición de género, el feminismo, el pluralismo religioso, el antirracismo y los taimados judíos son los enemigos de la raza blanca. Que ésta es la raza pura por excelencia; que, por naturaleza y designio divino, debe gobernarlo todo. Nos dirán que cualquier medio a nuestro alcance—desde las bombas hasta la política, desde la propaganda hasta las masacres—debe usarse para derribar este mundo corrupto y alzar uno nuevo sobre sus cenizas. Éste es el mensaje que difunden en tablones de anuncios, en chats de Internet, en las elevadas palabras que resuenan tras el eco de los disparos, dejando a su paso un rastro de muertos y un montón de casquillos.
¿Cuál es el mundo que imaginan los fascistas, que se levanta como una nueva Jerusalén de la destrucción que ellos mismos han acelerado? Un mundo en el que las mujeres blancas son absolutamente serviles, castas yeguas de cría para la raza blanca, con sus vientres hinchados de promesas. Un mundo donde todos los judíos han muerto. Un mundo donde la gente de color está muerta o subyugada, relegada a territorios infectos donde se les mantiene separados del resto. Un mundo donde se castiga con la muerte cualquier desviación de la heterosexualidad, de las reglas normativas de la feminidad más servil y la masculinidad violenta. Un mundo donde Dios sirve para enaltecer la pureza racial. Éste es su nuevo Edén: un jardín envenenado. Y, en el poder legislativo de mi país, en los estados de mi país, hay quienes están dispuestos a hacerlo realidad, y se esfuerzan por conseguirlo día tras día.
Hay jóvenes que escuchan la canción de este nuevo jardín del Edén y que, incluso ahora, están preparando sus arsenales para atacar, siendo engatusados y empujados a matar o morir por el paraíso por unos compañeros que se agazapan sentados ante las pantallas de sus ordenadores. El mundo que anhelan habitar no queda tan lejos del nuestro, y por cada asesino hay mil simpatizantes, diez mil seguidores, que en un momento dado pueden condenar los asesinatos violentos y al minuto siguiente secundar leyes que condenarán a muchos ciudadanos a una muerte en vida y a la miseria más absoluta.
De algún modo, hay algo natural en estar sentada aquí y hablar de esta Europa justo aquí, en el estado español, porque esta tierra y este continente son el escenario de la otra gran herramienta del fascismo: la manipulación de la historia. Me he encontrado con muchos fascistas que presentan a Europa como un sueño: la cuna de la raza blanca, la patria prometida, ahora corrompida por la inmigración y por los malvados judíos que han fomentado el feminismo, la homosexualidad o el inconformismo de género. Ven a Europa como la legendaria isla de Ávalon en la leyenda artúrica, que una vez fue un territorio de pura valentía blanca, de reyes guerreros y caballeros que cabalgaban para dar matarile a los bárbaros musulmanes en nombre de Cristo. Y para ellos su Europa, al igual que Ávalon, se ha desvanecido en la niebla, en este caso en la neblina de la corrupción.
Muchos fascistas visten los colores y símbolos de los cruzados. Muchos fascistas abrazan el sueño de una era medieval que nunca existió salvo en las distorsiones de la cultura pop y los libros de fantasía y la más cutre erudición, y sueñan con una patria blanca pura y restaurada, donde ellos mismos puedan reivindicar su lugar como herederos de aquellos guerreros santos. Intercambian historias de libelos de sangre contra los judíos, como la historia de Simón de Trento: un niño cuya muerte fue atribuida a un complot judío para consumir la sangre de los niños cristianos en el siglo xi, y cuyo nombre he visto referenciado, ahora, en dos manifiestos de distintos asesinos.
También hay quienes desprecian a Jesús por judío: fanáticos tan antisemitas que no pueden definirse como cristianos, a pesar de las legiones de judíos asesinados en nombre de Cristo. Se creen herederos de los vikingos y adoran a dioses nórdicos, en algo que denominan una “religión indígena blanca”, llevando sus símbolos y sus plegarias con el deseo de establecer el dominio de la raza blanca. En los países eslavos adoptan los antiguos mitos eslavos, como Chernobog o Bielobog, pero el objetivo de su culto es idéntico. Porque esta retorcida historia sirve a un mismo propósito: presentarse como herederos de una herencia antigua, de la pureza de la raza blanca mucho antes de que la raza blanca se convirtiera en una categoría racial o de que se crearan las categorías raciales tal y como las conocemos ahora. Como todo nacionalismo, el nacionalismo blanco toma carrerilla basándose en mitos, y cuanto más antiguos mejor, a ser posible depurados de cualquier inconveniente verdad. En su interminable pelea por reivindicar un Edén envenenado, se ven a sí mismos como reencarnaciones de los antiguos guerreros que les precedieron, que pisaron este mismo suelo hace mil años. Y creen que por sus venas corre la misma sangre de entonces.
Entonces, ¿cómo combatir a un movimiento que irresistiblemente se difunde como un sentimiento, como una historia? ¿Cómo enfrentarnos a esos deseos humanos tan profundos de los que se alimenta, aprovechándose de los que son presa de la soledad y de los instintos crueles, de los perdidos y de los recelosos?
Tenemos que crear nuestro jardín del Edén alternativo. Con nuestras propias manos. Debemos cuidar el jardín, proteger sus fronteras con una espada flamígera, como en su día hicieron los ángeles. Un jardín donde todos sean libres de amar como les venga en gana, de presentarse con el género que mejor los represente, donde las mujeres sean libres, verdaderamente libres, más libres de lo que nunca han sido. Un Edén donde cada cual pueda adorar al Dios que desee. Donde lo único prohibido sea el odio. Ese sueño está tan lejos de nuestro mundo actual, desgarrado por el rencor y el miedo, que uno casi se desespera al imaginarlo. Pero sólo podremos defendernos haciendo gala de un valor feroz capaz de imaginarlo. Sólo creando nuestras propias historias, historias con las que la sangre bombee de veras por nuestras venas, podremos alimentar una lucha donde lo que está en juego son nuestros cuerpos y nuestra libertad, nuestras propias vidas.
Espero que todas las personas nos unamos para sembrar este Edén propio y defenderlo con la vida si fuera preciso. Este jardín se protege con arte, con narrativas, con periodismo, con la verdad y con el choque en las calles, llegando al extremo de interponernos entre el enemigo y sus posibles víctimas cuando sea necesario. Aquí se necesitan todas las habilidades que poseemos, incluso aquellas en apariencia menos amenazadoras, para construir y amurallar y defender el mundo contra esta marea de odio. Me siento feliz de estar aquí, al otro lado del charco, para difundir este mensaje, porque su difusión es necesaria allá donde haya oídos para oír y ojos para ver.
Gracias. Moltes gràcies.